miércoles, 19 de noviembre de 2014

El hombre de las mil voces.

Cada noche, los pensamientos se escabullen de nuestras mentes y se hacen un rincón en nuestras camas. Poco a poco van creciendo, hasta el punto de que perdemos el equilibrio y chocamos contra el suelo (pobres de aquellos que duerman en literas). Llegados a ese punto, tratamos de encontrar la raíz de esos pensamientos y expresarlos en voz alta, pero no es tan sencillo, sino, explicádselo a ese pobre hombre que no conocía su propia voz.

El problema de este hombre era el ya mencionado: cada noche las dudas le asaltaban (a mano armada) y el quebradero de cabeza se hacía todavía mayor: ¿cuál es mi voz?, se preguntaba. La oscuridad le devolvía el susurro de los árboles como respuesta.

Qué ironía, hasta los árboles conocen su voz.

Las calles, empapadas de lágrimas que no conocían el verdadero dolor, invitaban a este curioso hombre a caminar (pero no sin gastarle alguna que otra broma y hacerle resbalar). Paseó por los caminos más iluminados, tal vez así algo se le contagiaba y su bombilla quedaría iluminada, pero de nuevo fue en vano. Parecía otra noche perdida, por lo que fue a aquel lugar donde nunca era despreciado.

Mi verdadero hogar.

Entró por la puerta y acto seguido un foco iluminó su silueta.

Bienvenido, bienvenido. Las almas en pena siempre lo son en este lugar. Disfruta y escucha o, si lo prefieres, sal a cantar.

Poco tardó en reaccionar. Pidió una copa y se lanzó al escenario. Total, ¿qué más le da? Cualquier canción es capaz de cantar.

¿Qué canción quiere el señor?... Supongo que ante ese gesto indiferente cualquiera le será suficiente.

Las notas comenzaron a inundar el lugar. Incluso algún borracho gritó: ¡Tsunami!, de la ola que parecían formar. En ese instante, con el sonido de la baqueta chocando contra el plato, la “voz” del hombre se dio paso. Podría tratar de definirla, podría decir que era melodiosa, apacible, excitante, gloriosa… pero nada se aproximaría a la definición exacta.

Ese sonido que sus cuerdas vocales producían, esa canción que entonaba sin pensar qué parecía, dejó a todos y cada uno de los espectadores anonadados, como todos y cada uno de los días. El silencio se podía palpar, dejó a todos sin palabras.

El pobre hombre volvió a su asiento, pidió otra copa y decidió escuchar. Nadie se interesaría por oírle hablar, nadie iría a pedirle conversación, tan solo servía para amoldar su voz en cualquier canción.

Cualquiera diría que es una bendición. Lástima que cada canción que canto me agujerea un poco más el corazón.

Terminó su bebida, dejó el dinero en la barra y se dispuso a marchar de nuevo por esas calles empapadas que ahora incluso parecían llorar. El camino de vuelta se hizo más pesado que cualquier otro día: no he bebido suficiente, a sí mismo se decía. Perdió la noción del tiempo, tan solo caminaba hacia delante tratando de no reflexionar, pues de nada le serviría, en ese momento tan solo iba a la deriva.

Paso a paso, rehacía el camino, pero algo le parecía diferente. La luz. Era de día. Seguramente habría dado un rodeo (no el de los vaqueros) y el reloj había decidido adelantar el tiempo. Comenzaba a encontrarse a niños yendo a la escuela, gritando y corriendo por los pasos de cebra.

Menuda energía, menudas voces… vaya envidia.

Un niño atolondrado tropezó con ese hombre: Disculpe, señor. A modo de respuesta obtuvo una sonrisa. ¿Le he hecho daño? Parecía que el niño no se iba a marchar hasta que escuchara alguna palabra de tranquilidad. ¿No puede hablar? La pregunta más acertada que podría haber hecho, al pobre hombre le sintió como una puñalada en el pecho. Negó con la cabeza y continuó su camino, tratando de ocultar la tristeza de su mirada y dejando al niño con la intriga en sus entrañas.

Capaz de imitar, pero no capaz de hablar.

Llegó a su casa y se tiró en la cama. Con la mirada perdida en el techo, sacó la grabadora de debajo de la almohada.

Bienvenido, bienvenido. Las almas en pena siempre lo son en este lugar. Disfruta y escucha o, si lo prefieres, sal a cantar.// ¿Qué canción quiere el señor?... Supongo que ante ese gesto indiferente cualquiera le será suficiente.

Grabó exactamente la misma voz que la de aquel hombre que lo invitó a cantar. Tras ello, se disponía a grabar también la del niño, pero imaginarse a sí mismo con esa voz, le provocó un escalofrío.

Soy demasiado grande como para tener esa voz.

Y, como cada noche, o día, según el momento en el que se dormía, depositó la grabadora en la mesita, cerró los ojos y se preguntó: ¿cuál es mi voz?


Pobre hombre… capaz de entonar mil voces pero incapaz de tener una propia.


PD.: Gracias a Marcos, un compañero de MTL, que es quien me dio la idea para este pequeño relato :)