El tiempo va pasando a diario,
ofreciéndonos experiencias que permanecerán escritas a fuego en nuestra alma y
otras tantas que desaparecerán como un mensaje escrito a la orilla del mar,
arrastrado por las olas.
Entre tantos momentos que vivimos
y que quedan en nuestra memoria, se encuentran cientos, mejor dicho, miles de
amaneceres. Esos amaneceres por los que la gente se pelea, esos amaneceres que
nadie quiere ver solo, esos amaneceres que tiñen todo de una calidez
inimaginable y que, pese a lo mala que haya sido la noche, nos obligan a
sonreír involuntariamente. Esos amaneceres son perfectos.
Sin embargo, nunca he sido de
amaneceres.
Durante prácticamente toda mi
vida, habré visto unos diez. Tal vez sea extraño este suceso, pero para mí es
algo lógico. Normalmente no tengo interés en ver amanecer, pues en mi opinión,
lo verdaderamente importante es la noche que he dejado atrás. Obviamente, los
amaneceres me parecen realmente preciosos, y con una taza de café en mano y el
mar de frente, son lo mejor que te puedes encontrar.
Pero no busco amaneceres.
Lo que realmente le interesa a mi
alma es ver cómo se oculta el Sol, cómo desaparece para dar paso a una
oscuridad tranquilizadora, para permitir que nos sumamos en nuestros más
profundos pensamientos porque (y no me lo podéis negar), además de cuando
estamos en la ducha, cuando más pensamos y más sinceros somos es en la claridad
nocturna. Tal vez sea porque sentimos que en la oscuridad nadie nos juzga
realmente. Tal vez en la penumbra todos seamos iguales, sin diferenciar entre buenos
y malos, entre errores y aciertos…
Busco atardeceres.
Así es. Vivo buscando atardeceres
donde resguardarme, donde el día más soleado da paso a la noche más estrellada,
donde corto un pedazo de cielo y lo utilizo como manta, donde las sonrisas
brillan más al estar sumidas en la oscuridad, donde la lluvia iluminada por las
farolas se asemeja a una cascada partida. Quiero atardeceres. Quiero verlos
todos y escribir sobre ellos.
Porque no hay ningún atardecer
igual.
Cada día somos una persona
diferente de la que éramos ayer y eso se refleja en la noche, cuando hacemos un
repaso de las nuevas experiencias que han colmado nuestro cuerpo. Cada día
pensamos de una manera distinta, cada día las personas que nos rodean nos
influyen de una forma u otra, cada día es una nueva aventura y cada noche es la
conclusión de ésta, la evaluación final (prácticamente lo más importante) o,
incluso, el comienzo de una nueva.
He vivido más de noche que de
día.
¿Cuántas veces, durante el día,
os habéis sentido apenados? Pero llega la noche y tenéis todo el tiempo del
mundo (aunque quizá sean solo ocho horas) para daros cuenta de que el problema
no es tan grave. Y, si no sois capaces por vosotros mismos, siempre habrá un
amigo que te diga: “esta noche te voy a hacer reír”. Y lo hace sin esfuerzo
alguno. Porque por la noche, vivir es más sencillo. No habrá nadie que te
juzgue por caminar más lento que la muchedumbre que te arrasa durante el día,
no habrá nadie que te mire extraño por escalar una farola, no habrá nadie que
te dé represalias por jugar un “ding dong piro” (a menos que, en lugar de salir
corriendo, te quedes frente a la puerta esperando).
La noche siempre me ha ofrecido
más oportunidades.
Por este motivo, y tantos otros
que guardaré para un próximo relato, he visto mínimo 4500 atardeceres de unos
6950 días que he vivido. La mayoría los he vivido en solitario, pero eh, no
dudéis en compartir esos instantes. Son realmente maravillosos y no hay nada
como volver paseando por las calles acompañados de una buena conversación y una
buena compañía. Y, si esa noche tenéis todo el tiempo del mundo, tumbaos y
observad ese precioso manto estrellado que nos arropa, indiferente de cómo
seamos cada uno, ofreciéndonos a todos luz y calma por igual, sin pensar quién
habrá hecho lo correcto o quién habrá errado durante el día, aceptándonos solo
por el mero hecho de estar aquí abajo (aunque muchos de nosotros siempre
estemos más allá de nuestro cuerpo, perdidos en nuestro propio universo).
Tras el atardecer, tú y yo somos
iguales. La oscuridad nos hace iguales, como el momento de la muerte. Solo que
este instante podemos disfrutarlo… y repetirlo.